El cuaderno de
Chullec
Mañungo en Chullec
En días como hoy lleno mis pulmones de aire de mar y todos mis sentidos están allí, porque la vida se adentra en el cuerpo. Es tiempo de pájaros migrantes que sobrevuelan la superficie en una danza jolgoriosa que remueve la mansedumbre costera. Hay cien, quinientos, miles de ellos.
Mapa del archipiélago de Chiloé
A la iglesia de Chullec la tratan amorosamente. Siempre los vecinos están haciéndole arreglos, aunque los recursos escaseen. Aquí lo que importa es que el templo luzca bien y, además, que funcione sin problemas. Me toca venir seguido por acá, porque siempre me consideran en los trabajos. En los últimos años me ha tocado arreglar el techo y ayudar en la pintura del interior de la nave. Cuando me preguntaron por los colores, estuve de acuerdo que fueran celeste y blanco, porque así resaltan mejor las imágenes y también la alfombra roja que conduce hasta el altar.
Hace muy poco fui parte de una minga que se organizó para el cambio de tejuelas de una cara lateral de la iglesia. He estado en muchas mingas, pero cada una tiene un sabor especial. A uno lo tratan tan bien que no queda más remedio que entregarse por entero a la causa. Me acuerdo que me pasé horas y horas colocando tejuelas y no sentía el cansancio. La lluvia que se dejó caer en la tarde servía para mantenernos despiertos. Como que nos devolvía la energía perdida. Y después, la celebración, la alegría del deber cumplido.
Los viajes que he hecho a todos estos lugares me han dejado valiosas enseñanzas. Algo que he aprendido en ellos es que a la naturaleza hay que prestarle mucha atención. Me conmueven los zarapitos, que sólo vienen por una temporada corta cada año. Cuando me toca coincidir con ellos para mí es como una fiesta. Pero es difícil acercarse a ellos sin que se escapen. Están siempre vigilantes y parece que son muy desconfiados.
Los zarapitos llegan hasta Chullec como a su casa. Todos los años repiten esos viajes, que significan muchas horas de vuelo. Como los más avezados pilotos de un avión, estas aves vuelan entremedio de nubes, tormentas y también bajo el sol que castiga muy fuerte. Siempre que veo un zarapito me quedo contemplándolo para ver dónde están sus fortalezas. ¿Cómo ese frágil cuerpo es capaz de remontar la altura y llegar tan lejos?
El poblado de Chullec es pequeñito y uno podría decir que todo se recorre en pocos minutos caminando. Pero recorrerlo así es no conocer nada. Es solamente observar lo que se presenta ante los ojos, desconociendo lo que hay detrás de cada una de las casas sembradas en este territorio tan distante. Son unas cuantas familias. ¿Para qué más? -me pregunto.
Los que están en Chullec quieren estar en Chullec. No habría otra explicación. Necesitan demasiado poco para ser felices. Distinto es el caso de quienes llegan para aprovechar los recursos del poblado, hacer su negocio y luego partir, dejando detrás solamente una estela de malas vibraciones. Se llevan del mar las especies y a cambio dejan desperdicios, desechos, basuras.
Doña Berta y don Bernardo
Don Bernardo Oyarzún y doña Berta Torres han estado toda una vida en Chullec. Habitando esta misma casa, que ha cambiado tanto como ellos. Antes estaba en otro sitio, pocos metros más arriba. Pero al casarse decidieron moverla. Fue una tarea difícil, tanto como imaginarse a mujeres, hombres y animales empujando este tremendo edificio.
Desde aquí han sido testigos y protagonistas de todo lo que ha sucedido en los últimos años en la Isla. Entre las muchas historias que les gusta contar, recuerdan que a ellos les tocó vivir el terremoto del 60 aquí en Chullec y se acuerdan con detalle de los peores momentos que pasaron durante el sismo. Especialmente se les viene a la memoria cómo se rehicieron, cómo entre los dos pudieron ir reconstituyendo la vida junto a sus familias y vecinos.
La naturaleza tardó mucho más que nosotros en reacomodarse -me dicen.
Desde la ventana de la cocina, en lo alto, son muy evidentes los cambios que ha experimentado la costa y el humedal. Lo que antes uno tenía delante de los ojos hoy ya no es evidente. Chullec ha cambiado mucho. No sólo su geografía es distinta cada día, sino que también la forma en que sus vecinos superan las labores cotidianas.
-Tienen razón -les digo, después de escuchar sus reflexiones-. Y yo lo percibo tanto como ustedes. Acuérdense que yo hago anotaciones en mis cuadernos.
-¿Podríamos ver sus cuadernos, don Mañungo?
-Bueno, aquí ando con un par, pero no son de los antiguos.
Los observo como disfrutan de mis dibujos y leen las notas escritas por los bordes. Entremedio, las historias.
Se miran y sonríen.
-Bueno, ese es mi diario de vida. Lo uso para mi trabajo, aunque van quedando otras cosas de los viajes. Y nunca faltan los amigos entre las páginas.
Luego de verse retratados entre el desorden de mis viajes, nos reímos un momento y nos ponemos a hablar del presente de Chullec.
-En estos tiempos ya no se ven yuntas de bueyes -dice don Bernardo-. Ahora aparecieron unas máquinas, enormes máquinas amarillas que arrastran piedras, que emparejan el suelo, que hacen hoyos. Uno no se da ni cuenta y en una semana ya tienen los galpones levantados. En mis tiempos una tarea simple, como ampliar una cocina o construir una bodega, podía tomarnos semanas. Más aún si el tiempo no nos acompañaba.
-Pero algo de eso queda todavía -trato de poner las cosas en su justo término medio.
-Ya todo es distinto -lo apoya doña Berta-. Todo va pasando. Por ejemplo -agrega-, ¿a quién le puede interesar hoy día que yo sea rezadora? Rezar es lo que me nace. Voy a rezar donde me pidan que vaya. Y si no me llaman, rezo igual.
-¿Y, actualmente, por qué reza? -le pregunto.
-Actualmente, más que nunca hace falta rezar, aunque nadie escuche. Rezo porque la naturaleza no se siga destruyendo y porque podamos terminar nuestros días en ese lugar que nos vio nacer.
-¿No le gustaría dejar este lugar?
Me mira, seria.
-Por ningún motivo. Es lo que amo -responde con firmeza-. Aquí están mis raíces, mis abuelos y todo lo que está más atrás.
Y continúa:
-Echo de menos las trillas de caballos, las reuniones -dice don Bernardo-. Extraño el encuentro de las familias en los molinos de agua, donde molíamos el trigo para hacer la harina de nuestros panes. ¿Te acuerdas, Berta?
-¡Cómo no me voy a acordar! Hacíamos el pan en la casa y ese pan sí que era sabroso. ¿O no?
Don Bernardo sonríe, asintiendo con un aire de melancolía.